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Pregón Bodas de Isabel de Segura - 2006
por

María del Carmen García Herrero
Profesora de historia Medieval
 


 
Damas y caballeros, buenas gentes de Teruel, forasteros y forasteras, amigas y amigos todos, sabed que me sentí muy honrada ante la invitación de pregonar la fiesta de las bodas de Isabel y de Diego, pero cierto es que pronto, además de la alegría y de la ilusión iniciales, di en experimentar algo así como un mareo desconcertado: ¿de qué podía hablar? Es más… ¿y cómo se pregona? Sin embargo, estas dudas tardaron muy poco en disiparse, pues quienes me solicitaban que viniera a compartir la fiesta con ustedes me lanzaron una pregunta-reto de esas que no permiten detenerse, una vez que han sido formuladas. Me llamaron, sospecho, sobre todo por afecto, pero también me reclamaban en mi condición de historiadora amante de pergaminos y de papeles viejos. Las cuestiones encadenadas que me iban planteando quienes me convocaban no sólo eran muy bellas y despertaban mi interés, sino que se encontraban llenas de misterio:

 
¿Qué hizo Isabel de Segura durante los cinco años en los que estuvo esperando el regreso de Diego? ¿Qué fue de ella? ¿A qué se dedicó? ¿Dónde vivió y con quiénes?.

  Verdaderamente no eran preguntas de fácil respuesta, de modo que hablé con gente a la que conozco y que tal vez podía ayudarme, anduve por las salas menos frecuentadas de las Bibliotecas de diversas ciudades, indagué por Archivos, no sólo aragoneses, y, finalmente, alguien cuyo nombre no debo desvelar, un buen amigo, me concertó una cita con los herederos de los que fueran Marqueses de Mediampérez. El creía, y puedo decir que no se equivocaba, que tal vez entre los legajos del antiguo Marquesado podría hallar alguna clave sobre el lustro de espera de Isabel de Segura del que nada sabíamos.

  Tras remover diplomas y cuadernillos, fragmentos de libros de cuentas y de bastardelos, documentos privados con testamentos, cartas públicas y capitulaciones matrimoniales; tras consultar restos de actas y muchas notas sueltas; cuando ya empezaba a desesperarme porque el tiempo apremiaba y mis pesquisas seguían siendo estériles, en una caja con folios y cuartillas variopintos del siglo XVIII apareció un librito, cosido con cáñamo y encuadernado en pergamino. Un volumen pequeño con letra gótica aragonesa del siglo XIV al que le faltaban algunas hojas, pero que relataba distintos episodios de la historia de una dama fascinante que había vivido en Teruel un siglo antes. Así, gracias a este documento inédito, me fue dado poder reconstruir, al menos en sus líneas maestras, la segunda parte de la vida de la dueña emparedada de Santa María. A partir de esa fuente conductora, muchos otros indicios dispersos encajaron como en un rompecabezas y, aunque no es del todo seguro, es muy probable que la niña y luego doncella Isabel que el librito menciona sea precisamente Isabel de Segura, la amada de Diego Martínez de Marcilla.

  Así, señoras y señores, buenas gentes de Teruel, les ahorro el proceso que subyace y paso a relatarles la historia tal como pudo ser:

  Entre los recuerdos infantiles de Isabel de Segura, entre brumas, pero con detalles sorprendentemente vivos, se instaló para siempre en su memoria un atardecer otoñal, aquel en el que doña Mayor Gómez realizó el rito enigmático y hermoso de su reclusión. Isabel, muy niña, vio con los ojos abiertos como platos a doña Mayor convertirse en la dueña emparedada.

  Doña Mayor protagonizó con lucidez, voluntad y consciencia su propia muerte. Vestida de luto, con el velo negro cubriéndole la cara, doña Mayor Gómez, la impresionante mujer llegada a Teruel desde Dios sabe dónde, se encaminó solemnemente hasta la iglesia de Santa María, y allí, junto al muro del templo que da a la plaza, se tumbó en el suelo, quedose muy quieta, cruzó sus manos a la altura del pecho, inspiró profundamente y expiró de manera indubitable en lo que todos y todas las presentes entendieron que era el simulacro de su último suspiro.

  Había candelas encendidas, sonaban cantos fúnebres y el olor a incienso impregnaba el ambiente. Acto seguido, las campanas tocaron a muerto. Pudo oírse algún sollozo y algún lloro aislado, pero todo fue suave y sin estridencias, todo sentido y consentido, puesto que doña Mayor representaba su propia muerte siguiendo su deseo.

  Finalizado el acto y ante una multitud que no quería perderse detalle, ya que era la primera vez que en Teruel se veían tales cosas, doña Mayor Gómez, que había muerto para el siglo y no pertenecía plenamente al mundo pese a estar en él, entró por su propio pie en la habitación que hacía días habían terminado: un cuarto no muy grande adosado al muro de la iglesia.

  Isabel seguía los acontecimientos apretándose a las sayas de su madre, sin apenas atreverse a tragar saliva, con el temor y el respeto sobrecogido e intuitivo que toma a ciertos niños y niñas cuando barruntan que están presenciando algo muy grande.

  Una vez que doña Mayor se encerró en aquella habitación o celda levantada a propósito para ella, se tapió la puerta y se selló para siempre. Así la dama quedó murada hasta el día de su muerte corporal. Sólo dos agujeros permitían la conexión de la dueña con el entorno: por un lado se practicó una oquedad que permitía a doña Mayor seguir las misas que se celebraran en la iglesia, por el lado exterior se dejó una ventana con una reja, que estaba en alto. Cuando doña Mayor deseaba atender o hablar a las gentes, se subía a un tablado, a una plataforma, descorría el paño pardo y por el ventanuco dejaba ver su rostro. Por este enrejado le hacían llegar el agua y alimento y alguna cosa no demasiado grande y necesaria.

  Doña Mayor Gómez, al retirarse del siglo encerrándose entre aquellas cuatro paredes, acaso sin proponérselo convirtió su habitación en el centro del mundo, pues su celda fue tornándose corazón y mente de la villa. La curiosidad inicial que suscitaba su persona, algo que -a decir verdad- no se llegó a extinguir nunca, devino pronto admiración y gratitud por parte de las gentes que, cada vez más, acudían al pie de su ventana para charlar con ella, confiarle sus problemas y cuitas, pedirle consejo y consuelo, y para escucharle hablar del Amor con palabras que traducían sentimientos muy hermosos. De tarde en tarde, muy de tarde en tarde, inesperadamente, se alzaba la voz potente pero dulcísima de la dama, de timbre más grave que agudo, que cantaba canciones, a veces alegres, a veces tristes; una voz que en una lengua extraña entonaba poemas que en ocasiones parecían hablar de nostalgias y ausencias de otras gentes y de otras tierras. No era fácil saber cuándo iba a cantar en aquel sonoro idioma que ella un día declaró que era la lengua que le enseñó su madre cuando niña. La lengua de las caricias, de las nanas y de los juegos infantiles. La primera lengua en la que aprendió a nombrar las cosas del sentir y las cosas del mundo.

  El año en el que tembló la tierra -ya llevaba bastante tiempo emparedada-, muchas mujeres y no pocos hombres de Teruel acudieron a doña Mayor suplicándole que orase e intercediera con sus rezos para evitar destrozos y catástrofes en las personas y en los campos. Tenían mucho miedo. Habían ido en procesión llevando a sus hijos con ellos para conmover el oído divino. Seguían teniendo miedo. La tierra se movía y agrietaba y parecía que hubiera enloquecido. Y doña Mayor se recogió en su celda y rezó por Teruel en su lengua materna, y rezó en latín, y rezó en el idioma de los turolenses, y lloró largamente por su suerte… Los temblores ya no sacudieron más a la villa, y la fama de santidad de la mujer llegada de lejos creció y se propagó como onda en el agua y traspasó los contornos de la villa. La emparedada resultaba agradable a Dios, nuestro Señor, y era bueno que morase aquí.

  Se cuenta que a doña Mayor le enternecía sobremanera y le procuraba especial solaz hablar con la madre de Isabel y con la niña, una preciosa nena que crecía espabilada y ocurrente; lista, muy lista. Se dice que fue precisamente la madre de Isabel quien le llevó a la celda varios manuscritos costosos que recogían las leyes y costumbres de estas tierras, algo que doña Mayor Gómez había demandado, pues cada vez eran más las personas que acudían a ella para que asesorase y mediase en los más dispares asuntos que les enfrentaban: unos mojones que se sospechaba habían sido movidos por la noche, un contrato incumplido, unas arras de infanzona mal resueltas, aperturas de huecos de luces que violaban la intimidad de los vecinos, e incluso enfrentamientos entre grandes familias turolenses que amenazaban la concordia y la paz. Y doña Mayor estudiaba a fondo las leyes, pero luego, tras tenerlas en cuenta, dictaba sentencias poniendo sólo a Dios ante sus ojos, centrándose en su hondura y ciñéndose a su conciencia profunda. Sus sentencias estaban tan llenas de compasión y de comprensión, buscaban tanto el Bien y conciliar a las partes litigantes, que sus resoluciones se tenían por ejemplo de justicia, pero también de misericordia.

  A doña Mayor le placía escuchar la vocecita aguda de Isabel contándole anécdotas de sus primas y de los enfados con sus amigas, describiéndole el vestido nuevo que le estaban haciendo para Pascua y hablándole de sus dificultades para aprender a trazar letras bonitas, hacer cuentas, o bordar menudo y con distintas puntadas. Eso sí, tras las quejas por los sinsabores del aprendizaje, la niña solía rematar muy ufana: -“Leer, ya leo”.

  Pasado el tiempo, doña Mayor recibió las confidencias de Isabel que le hablaba de un mozo singular, apuesto y lleno de valentía que se llamaba Diego y no tenía fortuna. Y desde su emparedamiento la dueña pudo percibir y reconocer el temblor de la voz de una doncella enamorada.

  No parece haber acuerdo sobre quién tuvo la idea, si doña Mayor o la propia Isabel, pero aconteció que la dueña emparedada cayó gravemente enferma. Por entonces Isabel ya debía contar en torno a catorce años, una edad plena, de modo que ayudada en la empresa por su madre, la doncella se ofreció a encerrarse con la dueña para acompañarla y atenderla durante cinco años. Era una solución óptima para ambas, pues doña Mayor contaría con los cuidados de la joven a la que tanto amaba e Isabel, por su parte, podría nutrirse con la sabiduría de la dueña durante el lustro que la muchacha había jurado esperar a Diego, mientras él emprendía el viaje imprescindible para ganar fama, nombre y caudal.

  Emparedada junto a una dama tenida por santa viva, Isabel bebería de su magisterio al tiempo que pocas ocasiones tendrían sus familiares para importunarla hablándole de alianzas, deberes y estrategias matrimoniales. Aún más, dada la óptima fama de doña Mayor Gómez, compartir su celda elevaría la consideración de las gentes hacia Isabel y no sólo no habría merma de status, sino que cuando saliera de entre los cuatro muros, lo haría engrandecida por la experiencia.

  A la hora de prima se abrió la pared que años antes se clausurara, y allí se encerró Isabel con doña Mayor Gómez. Al toque de nona apenas quedaban rastros, sino de humedad, de la grieta practicada en el muro para que la doncella se incorporase a la celda adosada a Santa María.

  Se iniciaron entonces los mejores años de la vida de Isabel, los más fértiles y plenos. Nunca nadie supo a ciencia cierta la naturaleza del mal que afectaba a la dueña, pero sí era notorio el cuidado amoroso con el que Isabel atendía su cuerpo, culminando la labor de un red solidaria de mujeres que buscaban y elaboraban los mejores remedios para aliviar los dolores que la dueña a veces padecía.

  Cuando el mal se retiraba transitoriamente, doña Mayor predicaba, y nunca se oyó en Teruel a maestro en Teología que supiera decir tan bellas y sensatas palabras. Doña Mayor no hablaba de oídas ni repetía lo que había escuchado, la dueña emparedada se dejaba deslizar hasta lo más recóndito de su interior y allí vivía experiencias de Amor que traducía, o tal vez ni siquiera fuera eso, pues las palabras le venían dadas y sólo era mera transmisora de lo que Otro, el Único, su Amado, le decía.

  Hablaba de un Amor con mil facetas insondables y siempre el mismo, un Amor restaurador y gozoso, un Amor que era fuente infinita y del que cuanto más se bebía más manaba, pero mayor era la sed de gustoso que resultaba. Hablaba de un Amor de fuego que abrasaba purificando todo y encendiendo hasta el rincón más aparentemente yerto. Hablaba del verdor, del renacer eterno, de la riqueza inmensa de los pobres… Evocaba al Pastor amoroso que llamaba por su nombre a cada oveja y a ninguna confundía, dejándose conmover en sus entrañas humanas y divinas.

  Isabel no se cansaba de escucharla y aprender; copiaba febrilmente sus palabras e ideaba mil signos para escribir más rápido y poder atrapar con su escritura lo que la maestra de Amor transmitía y enseñaba. Doña Mayor oraba, cantaba, predicaba incansablemente, bendecía a las gentes, derramaba consejos e intentaba volver a unir lo que el odio o la envidia habían fragmentado. Doña Mayor era un ascua de Luz que lucía en el centro de la villa.

  Entre las muchas personas que acudían a escuchar sus poemas y sus palabras, dio en frecuentar el ventanuco de las emparedadas el señor de Azagra. En ocasiones, cuando la dueña se encontraba especialmente fatigada, era Isabel quien leía con su voz cantarina los mensajes que el Amor, por mediación de doña Mayor, dejaba para Teruel y sus gentes, y también para los forasteros y forasteras que se acercaban hasta el muro de Santa María atraídos por la imparable fama pública que hablaba de santidad en vida.

  El señor de Azagra apenas podía atisbar un rostro. Recordaba vagamente a Isabel siendo niña, una niña muy viva, sí, preciosa y muy lista; ahora, años después, su voz que hablaba del Amor, le encendía, de manera que sus oídos fueron los portadores del mensaje que no podía entrar al alma por los ojos. Asaeteado por amor empezó su indagación para saberlo todo de la doncella, y poco después inició la negociación para hacerla su esposa cuando dejara su enclaustramiento y saliera de nuevo al mundo…

  El resto de la historia, buenas gentes de Teruel, ya lo conocéis y vais a verlo.

  Sólo me resta deciros que todavía desconozco el último capítulo de la vida de doña Mayor Gómez, aquella mujer sabia que adoptó tal nombre castellano cuando es probable que se llamara Hadewij, Rosvita, Guillerma o tal vez Timbor…

  Desde que me pidieron que viniera a pregonaros la fiesta hablando del lustro que Isabel de Segura esperó a Diego, mi vida ha cambiado mucho, y no es mala tarea la que ahora me acompaña, pues no pasa semana en la que no busque las notas que tomó Isabel de Segura. Algún día, no lo dudéis, aparecerán los poemas, las canciones y los sermones de Amor de la dueña emparedada de Santa María.

  Damas y caballeros, forasteras y forasteros, buenas gentes de Teruel, regocijaos, disfrutad de la fiesta y celebrad el Amor y la Vida, que de eso se trata, pues la historia que os acabo de contar bien pudo haber sido cierta.

María del Carmen García Herrero
 

  María del Carmen García Herrero es Doctora en Historia, Profesora de Historia Medieval de la Universidad de Zaragoza, codirectora de la revista “Aragón en la Edad Media” y subdirectora del Taller de Historia. Estuvo en el origen del Doctorado “Estudios de Mujeres” y del ciclo de conferencias “Voces y espacios femeninos”.

  Ha dirigido los cursos de cultura medieval de la Fundación Uncastillo, y publicado numerosos artículos y ensayos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Su investigación se centra en la sociedad, la cultura y la historia de las mujeres en la Baja Edad Media. Es coautora del libro Un año en la historia de Aragón: 1492, Zaragoza, 1992, y autora de Las mujeres en Zaragoza en el siglo XV, Zaragoza, 2006 (1ª edición 1990) y Del nacer y el vivir. Fragmentos para una historia de la vida en la Baja Edad Media, Zaragoza, 2005.

 


 


Web oficial de la Fundación  'Bodas de Isabel de Segura'. Idea y  dirección Raquel Esteban - Teruel
Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización expresa.
 

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