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Pregón Bodas de Isabel de Segura
Por Ángeles de Irisarri.


     Marieta, la alcahueta de la calle de San Martín, se levantó de buena mañana un tantico encorvada. Había pasado mala noche y se dolía de lumbago. Abrió la ventana, miró por encima de los tejados y, como viera cornejas volando a la siniestra, movió la cabeza diciéndose que alguna desgracia estaba por suceder. Por eso se santiguó, pese a que los maledicientes, que eran multitud, la tachaban de bruja y hasta sostenían que hablaba con los demonios. Si lo hizo fue para que el infortunio que anunciaban aquellas aves de mal agüero no estuviera relacionado con Isabel de Segura, moza que se casaba precisamente aquel día. 

     Desayunó un cuenco de vino caliente con abundantes gachas, condumio que mejoró sus dolores, aunque no su estado de ánimo y, entre trago y trago, se preguntaba si habría hecho algo mal al echar los ensalmos para que los novios vivieran muchos años en completa felicidad, si habría olvidado alguna cosa o si la habría trabucado, pues era olvidadiza por demás. Y le venían temblores porque había sido ella, pues a más de ensalmera, era alcahueta, la que más había trabajado por la boda de Isabel de Segura con un caballero. Y se preguntaba una y otra vez si lo que iba a suceder, la desgracia todavía desconocida que preconizaban las cornejas,  tendría algo que ver con el negocio de las bodas y, para quitarse o cerciorarse de sus temores y salir por piernas si menester fuere, no le echaran la culpa a ella, se dispuso a catar en agua.

     A ver, que si las bodas de Isabel transcurrían felizmente, a ella, a Marieta la contratarían otras familias para que arreglara las bodas de sus hijos y les echara las suertes, pagándole muy buenos dineros. Pero, si no, si algo salía mal, la culparían de todo lo que ocurriera y hasta le propinarían unos buenos azotes, acaso ciento, en la plaza Mayor, como se hacía con las brujas y otras mujeres de mal vivir.

     Mientras sostenía el cuenco del desayuno con ambas manos, se decía la tal Marieta que la niña Isabel se había resistido al matrimonio con el caballero y a cualquier otro casamiento, pues que suspiraba, sin que hubiera disminuido su amor en cinco años –el tiempo que lo había estado esperando- por el joven Diego Martínez de Marcilla. Un mozo apuesto como las estrellas del cielo pero de escasa hacienda que, pese a los buenos oficios que realizó ella, la Marieta, y a los encantos y conjuros que echó a los cuatro vientos, no fue aceptado por la familia de la novia y fuese a hacer fortuna, a correr morería y cristiandad, lo que se hacía, para tornar rico y poder casarse con ella.

     Y, en esas estaba, cavilando, pero ya asonaban panderos y tambores,  ya tañían las campanas de San Pedro llamando a boda, por eso decidió dejar lo de catar en agua para más tarde, y se apresuró a aviarse con su mejor saya:  la de brocadillo de oro y plata; con un jubón nuevo de zarzahán, blanco como la luz de la luna; con un precioso corpiño bordado a cadeneta. Luego, se calzó unos alcorces que le hacían parecer más alta y se echó una pañoleta por los hombros de buen tafetán. A más, sacó de su joyero un sartal de perlas que valía un valer –el que le había regalado la señora de Albarracín, por un gran servicio que le hizo- y unas pulseras, de las dichas esclavas, que se ajustó en el brazo derecho. E iba a dejar su casa para asistir a la boda de la joven Isabel, pero, volviendo al primer pensamiento que tuvo en el día, no pudo resistir su propia curiosidad y cató en agua por ver lo que había de suceder.

     Ella que era capaz de ver lo lejano, en aquella ocasión, veía borroso. Arrojó la primera agua a la calle siquiera sin avisar “agua va”, sacó otra nueva de la cántara y la echó en una aljofaina, continuando sin ver claro.

     Pese a ello, la bruja, la ensalmera, la hechicera, la alcahueta, o lo que fuere, que de todo la llamaban los habitadores de Teruel,  contempló en el agua que en ese momento entraba una compaña de hombres, tres o cuatro,  por la puerta de Valencia. Que esos hombres eran detenidos por los guardianes. Que platicaban unos con otros, se saludaban y que los venidos, tres hombres, tres, bebían de un odrecillo, turnándose con los otros. Y que, acabado el vino –vino sería porque el agua no se comparte habiendo una fuente a diez varas de distancia-, los tres hombres montaban en buenos caballos y atravesaban la puerta, seguidos de cuatro mulas candongas, muy buenas, cargadas de oro.

     Tal observó la Marieta pues, como bruja muy poderosa que era, aunque hubiera de acallar sus virtudes y limitarse las más de las veces a hacer encantos de amor y venderlos unos cuantos maravedís,  no en vano era capaz de ver a través de las alforjas, y pensó que venían a la boda con valiosos regalos, con lo cual se despreocupó del asunto.

     De haber reconocido a los venidos, se hubiera alegrado de la llegada de un antiguo cliente, de Diego Martínez de Marcilla, pues que le echó las suertes, las habas,  antes de que el mozo, depreciado por el padre de su prometida casualmente la niña Isabel de Segura, partiera a hacer fortuna con la promesa de que la moza lo esperaría cinco años, cinco.  Se hubiera alegrado también de que el dicho Diego regresara rico con cuatro mulas a rebosar de oro las alforjas, riqueza que ella le había auspiciado cinco años atrás.  Pero, ya fuera por la prisa que llevaba, ya fuera porque se hacía irremisiblemente vieja y veía mal, el caso es que no reconoció al venido y que salió de su casa a recancanilla, por lo del lumbago, llegando a la iglesia de San Pedro cuando ya estaba la novia ante el altar y a punto de decir que sí.

     Dijo que sí la novia con voz temblorosa y se convirtió en esposa. Al acabar la ceremonia, las campanas tañeron alegres y hubo saludos, enhorabuenas, convite y juegos, entre ellos el tablado, en fin, diversión para todos pues, llamados por el acontecimiento –una gran boda- se presentaron en la ciudad varias tropas de juglares. Y fue todo de mucha amenidad, además Marieta hizo muy buenos dineros pues vendió conjuros de amor a mozos y mozas, y bebió y comió hasta saciarse el cordero que  repartían las familias de los afortunados novios, retirándose a su casa muy entrada la noche y un tanto achispada. Con todo olvidó el negocio de las cornejas que le había llevado a maltraer durante buena parte de la mañana.

     Pero aún no se había entrado en la cama, que ya llamaban a su puerta. Se sobresaltó claro, pues no eran horas de cristianos y se preguntó si vendría el demonio a contarle la mala nueva, lo que hubiere sucedido en la ciudad de Teruel, lo que habían preconizado las aves. Pero no, no, no era el diablo, eran tres hombres: un caballero y dos criados.

     El  caballero que llevaba mucho desasosiego en su corazón, no había más que mirarle a los ojos, y a punto de estallar en lágrimas, cuando, vive Dios, llorar es negocio de mujeres, hablaba farfullando y claro la  Marieta  no conseguía entender palabra.

     Los criados le informaron del dolor de su amo,  que había guerreado contra moros por la tierra y por el mar durante cinco años, tornando a Teruel rico, como ella, la Marieta, le había predicho con acierto pues que le consultó antes de partir a tan incierto viaje, y que, regresado, ¡maldita sea!,  dos días más tarde de cumplirse  el plazo, se había encontrado a su novia, a Isabel de Segura, maridada con otro. Que mientras él entraba por la puerta de Valencia en la ciudad, ella se casaba en la iglesia de San Pedro.

-¡Mala suerte! –expresó la bruja moviendo la cabeza.

-¡Desdicha, grande desdicha! –gritó el mozo.

-¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres de mí a estas horas? –demandó la bruja, aunque lo recordaba bien.

-¡Yo quiero un veneno para morir!

-¡Quita allá, muchacho, que yo vendo hechizos de amor y, a mucho, rehago virgos a las doncellas necias!

-¡Te pagaré tu peso en oro!

     Y, vaya, que los criados del caballero portaban un morral muy pesado. 

     A la vista del talego, los ojos de la ensalmera se abrieron como platos. Y corroboró que el mozo que tenía ante ella, desesperado por demás, era Diego de Marcilla, el enamorado de Isabel de Segura, la recién casada, la que, vencido el plazo que le dio a su enamorado y presionada por su familia,  se había maridado a las diez de la mañana en la iglesia de San Pedro, con otro, precisamente aquel día.  Entonces decidió sacar partido de la situación y llenarse la faltriquera, y dijo a Diego:

-Te vaticiné que volverías rico como así ha sido. Deberías darme algo de lo que traes en el zurrón pues yo te di la fortuna…

-Toma una copa de oro, madre –madre, la llamo como era común llamar a las alcahuetas.

-Trae –dijo Marieta, cogiéndola e invitando a entrar en su casa a los visitantes. Y continuó hablando: Un veneno no te daré, tienes mucha vida por delante… Te lo aseguro yo, que soy vieja

-¡No puedo vivir, madre, muero de dolor! ¡He pasado cinco años pensando en Isabel!

-La moza te esperó, me consta… Llegaste tarde…

-Los caminos son tortuosos

-Y peligrosos –añadió uno de los criados.

-Deberías estar contento, don Diego, has vuelto rico. Podías haber muerto o tornar pobre como las ratas o enfermo…

-No deseo riquezas, madre, yo quiero a Isabel y ella también me ama… Me han asegurado que ha dudado al dar el sí ante Dios y ante los hombres…

-Quizá, pero confórmate, hijo, hay miles de doncellas…

-¡Me muero, madre!

-Te voy a dar cocimiento que te haga dormir. Mañana verás las cosas de otro modo.

-Tú hiciste de alcahueta para concertar el matrimonio de Isabel con el otro, tal me han dicho las gentes…

-Sí –respondió Marieta con voz temblona, no fuera el mozo a emprenderla a puñadas con ella, que con los enamorados nunca se sabe-. Otro tanto hubiera hecho por ti…

-No quiero ir contra el matrimonio ni quitarme la vida, que son leyes de Dios pues me condenaría por toda la Eternidad…

-Dices bien, muchacho…

-¡Quiero un beso de ella…!

-¿De quién?

-¡De Isabel de Segura!

-¡Oh, es mujer casada y de prendas…!

-¡Tú eres alcahueta, consigue que entre en su casa y se lo pida, si no me lo da no le haré daño y la dejaré estar por siempre jamás…!

-¿Y qué gano yo?

-Todo lo que hay en este talego: media arroba de oro…

-¡Ea, tráelo para acá, veré que puedo hacer…! ¡Vuelve, mañana a estas horas…!

-¡A Dios!

     Marieta, la ensalmera, pasó toda la noche rebuscando en sus baúles. De ellos sacó un paño muy bueno de brocado tartarí y, a la mañana, ya con una añagaza en la cabeza  se presentó en casa de los Segura y habló con la cocinera, una dicha Alanda,  precisamente la que le había facilitado con anterioridad la entrada en casa de Isabel.  Le regaló a la dueña el paño, que supo apreciarlo y, sin más preámbulos la alcahueta entró en materia:

-Alanda, hija, tengo un regalo para la señora Isabel, le echaré los agüeros de balde. Ve y díselo para que me reciba.

     Fue Alanda a la señora Isabel y le habló del regalo de Marieta, que fue recibida por la dama al instante, con arrebol en las mejillas, el que llevan todas las mujeres casadas tras la primera noche de bodas, pues creen que conocidos y desconocidos no tienen mejor que hacer que mirarlas. Isabel dejó de cepillarse sus largos cabellos y, feliz como estaba, despidió a sus sirvientas y aceptó que la ensalmera le echara las suertes pues, como a cualquier persona, le interesaba saber cuánto duraría su ventura, y hasta la invitó a desayunar.

     Marieta, acabado el yantar, se sentó en la alfombra que había en la habitación, invitó a Isabel a que hiciera otro tanto y, cuando estaban frente a frente,  sacó un saquete del zurrón, desdobló un paño blanco y, tras santiguarse y encomendarse en voz baja a los tres demonios sabedores, dijo con solemnidad:

          -Nueve habas, nueve, un poco de carbón, otro de cera,  azufre, una piedra de alumbre, un grano de sal, un retal de paño colorado, otro azul y una moneda… ¡Cierre los ojos la señora Isabel!

     La bruja mordió una de las nueve habas, haciéndole una muesca, la juntó con las demás y las retiró a su izquierda. Después cogió todos los enseres con las dos manos, las apretó, alzó los brazos y dejó caer todo sobre la alfombra. Al momento tomó las habas, las volteó en sus manos y las arrojó a lo alto.

-La señora  Isabel puede abrir los ojos –dijo.

     Y, en efecto, la dama abrió los ojos  a la par que dejaba escapar un pequeño grito:

-¡Ah!

-¡No tema doña Isabel que todo son venturas! –mintió la ensalmera.

     Porque la moneda rodó y cayó lejos de las otras piezas. Porque  los dos trapos estaban uno encima del otro, el rojo tapando al azul. Porque el grano de sal había desaparecido entre los nudos de la alfombra. Porque el carbón, la cera, el azufre y el alumbre cayeron equidistantes un palmo, e ítem más, las habas, incluida la del hendido y a que, señor Asmodeo, el pronóstico resultaba desastroso pues en aquella alfombra había desconcierto, alboroto, jaleo, sangre y muerte por doquiera. No obstante, la Marieta, que conocía todos los recursos propios de su oficio y ya se había encontrado en situaciones semejas,  rompió en aplausos y felicitó a doña Isabel asegurándole felicidad de por vida. Cierto que, para dar verosimilitud al asunto dudó sobre la cantidad de hijos que la señora habría de tener, si siete o si ocho. Y, de consecuente, le dijo de tornar más tarde para volverle a echar las suertes y aclarárselo, pues la moza mostró mucho interés por saber el número verdadero de hijos que, con ayuda de Dios, tendría, y aún quiso saber si ya estaba empreñada.

     Por eso quedaron sobre la media noche, en la misma aposento, en la misma alfombra, después de que el marido de Isabel, tras yacer con ella,  regresara a la suya.

-Diré a la cocinera que te franqueé el paso a mi habitación, Marieta, ardo en deseos de que me repitas el conjuro. ¡No dejes de venir! ¡No te duermas…! 

     La Marieta salió espantada, corriendo de aquella mansión, pues pocas veces había visto tan  malos agüeros: barullo, sangre y muerte por doquiera. No obstante, como el oro de Diego Marcilla le aseguraba la vejez mil años que viviere, continuó con el embuste que llevaba tramado en su sesera y, llegado el doncel a su casa a la hora convenida, lo cubrió una capa suya, de ella, de pies a cabeza, para hacerlo pasar por ella. Lo acompañó a casa de Isabel, lo instruyó que hablara con voz de mujer y anduviera encorvado para parecerse a ella. Le dijo que una tal Alanda, la cocinera, lo estaría esperando, que se dejara llevar y que, una vez en el aposento de doña Isabel la despidiera diciéndole que había hacer un conjuro en solitario y ya, tras encomendarse al Creador,  le pidiera a la señora el beso que quería y que le impedía el sosiego. Y que, se lo diere o no se lo diere, saliera presto, lo más rápido que pudiera y fin de la historia. Porque ella no que quería jaleos:

-No quiero jaleos, don Diego, que me arriesgo a mucho mal y poco bien…

-Un convento puedes fundar con el oro que te ha dado nuestro amo –sostuvo uno de los criados de Marcilla.

-Para que los frailes o las monjas recen por tus pecados, ¡bellaca! –le insultó el otro.

     Y así se hizo todo. A media noche se presentó Diego Marcilla en casa de Isabel de Segura. La cocinera, creyendo que era la bruja,  lo condujo a las habitaciones de su amada. Entró el mozo, el corazón botándole en el pecho, oyendo como la sirvienta cerraba la puerta tras él. Se despojó de la capa de  Marieta, la hechicera, se arrodilló a los pies de la cama de la bella durmiente, pues dormía plácidamente Isabel. La contempló un tiempo largo, largo, embobado, extasiado y casi sin alentar y, a la amanecida, cuando su amada rebulló y se desperezó, la zarandeó suavemente, aunque, en realidad, se la hubiera comido a besos y, es más, se hubiera metido en la cama con ella. Con todo, Isabel se asustó sobremanera y gritó:

-¡Ah!

-¡Soy Diego Marcilla la mi señora! –

-¿Diego? ¡Oh, par Dios! ¡Márchate…!

-¡Sólo un beso señora…!

-¡Diego te esperé lo convenido! ¡Soy mujer casada, vete o llamo a mis criados…!

-¡Muero, señora, muero por ti…!

-Aunque mueras, no lo haré…

     Y no lo hizo y, de súbito, falleció Diego Marcilla, Dios lo tenga con él…  De repente, cayó muerto a los pies de la cama de su amada, pues así sucede con algunos enamorados.

     Como no podía ser de otra manera, Isabel volvió a gritar no sólo de espanto sino también de dolor, y se personaron en su aposento muchas gentes. Las de la casa y las de fuera de la casa pues voló el hecho por la ciudad, tan aprisa como corren las malas noticias.

     Retirado el cadáver de Diego Marcilla de la casa de Isabel, surgió el rumor de que ésta se debatía en un mar de lágrimas, que se había quedado muda, y que ni su marido ni sus padres ni sus parientes ni el cura de San Pedro eran capaces de consolarla, y ya se hablaba del beso.

     Algunos, ajenos a la casa, sostenían que debió darle el beso al mozo,  otros que el Diego, como cualquier otro hombre, primero hubiera pretendido un beso y luego mucho más, otros que lo principal era que las mujeres mantuvieran su virtud intacta.

     El caso es que pronto, en Teruel,  hubo mucho jaleo, entre otras razones porque los Marcilla pedían explicaciones a los Segura y retaban al marido de doña Isabel, que no tenía arte ni parte en aquel malhadado asunto, al campo del honor. Y que doña Isabel,  agraviada o no agraviada, permanecía muda, arrodillada con los brazos en cruz ante el crucifijo de su habitación. Y, para mayor confusión, la cocinera hablaba de la única persona que había entrado en el aposento de doña Isabel, una dicha Marieta que había ido a repetirle los agüeros que le había echado por la mañana.

     Al enterarse la población de que la bruja Marieta, porque no era otra cosa la Marieta, fue a gritarle a su casa queriendo echar abajo la puerta. Pero, para entonces, la hechicera no estaba, se había largado de Teruel. Y sí, sí, razón llevaban, porque la Marieta, oyendo el alboroto y conociendo lo sucedió, cogió el zurrón del oro, una muda y un trozo de queso. Se embozó en una capa para que no la reconocieran ni los vivos ni los muertos, y tomó el camino de Valencia apriesa, tan apriesa como le permitían sus cansadas piernas.

     El caso es que pobladores de la ciudad no supieron a dónde acudir, si al entierro del joven Diego o en persecución de la bruja, porque ya asonaban las campanas de San Pedro tocando a muerto y, ay, que pronto hubo dos muertos…

     Que, arrepentida Isabel, o no arrepentida de su proceder, en aquella ocasión sencillamente generosa, se presentó en la iglesia donde celebraban funeral a Diego, con la cabeza velada pero con el paso firme. Que se acercó al féretro, se alzó el velo y, ante el pasmo de las gentes, se inclinó y besó el cadáver, ay, cayendo muerta, de súbito también, mismamente como el hombre que la amó con todas sus potencias y sentidos.

     Ante los hechos: un muchacho muerto y una muchacha muerta, ambos en la flor de la juventud,  la población de Teruel creyó que la Muerte se había instalado en la ciudad y abandonó la iglesia de San Pedro a toda prisa, no fuera a tocarle a alguno de ellos. Luego, para pedir favor al Creador, llenó las iglesias y sacó algunas imágenes en procesión. Y cuando, calmados los ánimos porque no sucedió ya nada malo, se enteró que Isabel y Diego, los Amantes –como se llamaron desde entonces- habían sido enterrados juntos en la citada iglesia, lo dio por bueno.

     Cierto que habló de aquellos amantes durante mucho tiempo, y de la alcahueta que propició la desgracia hasta la saciedad. De aquella Marieta que fue buscada, pero no se la encontró ni en Valencia ni en Albarracín ni en Césaraugusta. Se dijo de ella que se había escapado encarnada en ave, vaya vuesa merced a saber.

(c) Ángeles de Irisarri.
Enero de 2002

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Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización expresa.
 

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